El verbo Eterno se halla a punto de tomar su naturaleza creada en la santa casa de Nazareth, en donde moraban María y José. Cuando la sombra del secreto divino vino a deslizarse sobre ella, María esta sola y engolfada en la oración. Pasaba las silenciosas horas de la noche en la unión más estrecha con Dios, y mientras oraba, el Verbo tomó posesión de su morada creada. Sin embargo, no llegó inopinadamente; antes de presentarse envió un mensajero que fue el Arcángel San Gabriel para pedir a María de parte de Dios, su consentimiento para la Encarnación. El Creador no quiso efectuar este gran misterio sin la aquiescencia de su criatura. Aquel momento fue muy solemne; era potestativo en María el rehusar. Con qué adorables delicias, con qué inefable complacencia aguardaría la santísima Trinidad a que María abriese los labios y pronunciase el Fiat que debió ser melodía para sus oídos y con el cual se confirma su profunda humildad a la omnipotente voluntad divina.
La Virgen Inmaculada ha dado su asentimiento. El Arcángel ha desaparecido, Dios se ha revestido de una naturaleza creada; la voluntad eterna está cumplida y la creación completa.
En las regiones del mundo angélico estallaba un júbilo inmenso, pero la Virgen María ni lo oía ni hubiera prestado atención a él. Tenía inclinada la cabeza, su alma estaba sumida en un silencio que se asemejaba al de Dios; el Verbo se había hecho carne y aunque todavía invisible para el mundo habitaba ya entre los hombres a quienes su inmenso amor había venido a rescatar. No era ya sólo el Verbo Eterno, era el Niño Jesús revestido de la apariencia humana y justificando ya el elogio que de El han hecho todas la generaciones al llamarle el más hermoso de los hijos de los hombres.

(Todo lo demás como el día primero)

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